lunes, febrero 11, 2008

El olor


“Gula y vanidad, crecen con la edad”. (Anonimo)

Desde su nueva e incomoda casa, don Miguel Bonahora punteando con su guitarra cualquier nota, entre lamentos y risas, masticando unas aceitunas me confesó que añoraba su antiguo barrio: El Huaico Hondo; que por culpa de una hediondez se tuvo que marchar ridículamente.
Ese olor en su cuarto de la vieja casa se hizo nauseabundo e insoportable.
Al principio no era constante y venia de a ratos, pero pasaron los días y el aroma se hizo más persistente y pestilente.
Su mujer creyó que penetraba por la ventana que daba al fondo de un terreno baldío cercano, tal vez algún animal muerto o la basura tirada por los vecinos.
Después buscaron por debajo de la cama, en algún calzado, arriba de los muebles, entre los cajones, en diarios viejos, pero nada, el olor estaba instalado en la pieza pero no se explicaban su origen.
Fueron semanas conviviendo con ese tremendo aroma; no se podía dormir por el tufo a “mier… coles”, hasta que un pariente supersticioso comentó, “son cosas de espantos que anuncian algo malo”. Entonces don Bonahora hombrecito miedoso, ejecuto distintos rituales y ridículos artilugios para espantar la eventual desventura y correr a esos sucios espíritus: desparramó sal por la habitación, vinagre, kaotrina, alcohol, leche, cebolla picada, rezó padrenuestros, gastó en sahumerios, lavandinas de todas las marcas, hasta pétalos de rosas; ya no se sabia si era peor el remedio que la enfermedad con tanta mezcla de bálsamos; pero al rato el mal olor brotaba de nuevo.
No se podía convivir con ese hedor, había que retirarse de la casa, excusa también de su mujer para acercarse a vivir más al centro.
Ante la tristeza por la decisión de vender la propiedad asomó una buena noticia, se aproximaba su primer nieto, de Martita su única hija.
Ya vendida la casa y en pleno traslado de la camioneta flete, entre la ropa guardada en el ropero de don Bonahora repentinamente salio el hediondo olor de uno de los sacos de los trajes solemnemente archivados, del bolsillo cayeron al suelo algo similar a dos piedras arrugadas.
Y retornó a su memoria la hermosa noche del casamiento de su hija, un año atrás. De glotón y con vasos, copas y botellas de más, había escondido entre los bolsillos dos gordas empanadas para comérselas al otro día.
Ese olvido de meses y la costumbre de guardar y mezquinar comida; le costo su apreciada casa. Esas inocentes empanadas podridas fueron el efecto del fenomenal hedor, pero ya no había marcha atrás, la casa ya estaba vendida.
Después de narrarme lo ocurrente de su traslado; a modo de nostalgia se puso a tararear “Mi Barrio” y descubrí que el distorsionado sonido de la guitarra se debía que adentro tenia varias aceitunas fermentadas… olvidadas.